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Abogado del niño Conferencia de Adriana Granica

EL ROL DEL ABOGADO DEL NIÑO EN LA NUEVA NORMATIVA VIGENTE ARGENTINA. UNA PERSPECTIVA JURÍDICA Y PSICOANALÍTICA ACERCA DEL DERECHO A SER OÍDO.

Introducción.
La inclusión del problema del abogado del niño en la normativa vigente argentina es un aspecto particular de las luchas que durante décadas se han librado y aun se libran por modificar las concepciones que sobre la mujer y sobre el niño han regido durante siglos en casi todas las sociedades humanas. En ese sentido, la sociedad patriarcal que se encuentra instalada usualmente en el modo de entender tanto las relaciones de género como las relaciones con los niños hace de la cuestión que trataremos no un problema estrictamente jurídico sino un problema que abarca todas las esferas de la práctica social cotidiana. Mientras las mujeres y los niños fueron tratados como ciudadanos de segunda o tercera categoría éste resultaba un problema evidente aunque lejos se estuviera todavía de tomarlo como un problema. Recordemos que basta irse apenas un siglo y medio atrás para encontrar a científicos de enorme prestigio en su época decir cosas como, por ejemplo, “ En las razas más inteligentes, como sucede entre los parisienses, hay gran cantidad de mujeres cuyo cerebro presenta un tamaño más parecido al del gorila que al del hombre, [que está] más desarrollado. Esta inferioridad es tan obvia que nadie puede dudar ni un momento de ella; sólo tiene sentido discutir el grado de la misma. Todos los psicólogos que han estudiado la inteligencia de la mujer, así como los poetas y novelistas, reconocen hoy que [la mujer] representa la forma más baja de la evolución humana, y que está más cerca del niño y del salvaje que del hombre adulto y civilizado. Se destaca por su veleidad, inconstancia, carencia de ideas y de lógicas, así como por su incapacidad para razonar. Sin duda hay algunas mujeres destacadas, muy superiores al hombre medio, pero son tan excepcionales como la aparición de cualquier monstruosidad, como un gorila de dos cabezas por ejemplo; por tanto, podemos dejarlas totalmente de lado”[1] Aclarar que este escrito saliera en 1879 de la pluma de Gustave Le Bon, principal misógino de la escuela de Broca, autor de un libro famoso sobre la psicología de las multitudes, posteriormente admirado por Mussolini, no atenúa su impacto pues ésta es una idea que aunque no de maneras tan brutales sigue latiendo en la subjetividad contemporánea de hombres y mujeres de todo el mundo. Si las mujeres podían ser consideradas inferiores apelando a recursos tan poco consistentes como hoy consideraríamos medir el tamaño del cráneo, cómo no atribuirle esa inferioridad incapacitante a los niños quienes por la dependencia estructural que caracteriza su formación subjetiva (cognitiva y emocional) parecen hacerse pasibles a simple vista de una inferioridad evidente. Es quizás esta dependencia fundante que tiene la cria humana en su constitución la que muy probablemente favorezca que la lucha por el reconocimiento de los derechos del niño en tanto sujeto de derecho tienen un atraso mucho mayor en la conciencia social. La convención de Derechos del niño que fue votada en 1989 por todos los países, Argentina y Cuba entre ellos, y no, por supuesto, por los EEUU aunque algunos de  sus intelectuales y juristas hayan sido promotores de la idea, plantea lo que se ha llamado un cambio de paradigma con respecto al modo de entender al niño. Instala una perspectiva, si bien, jurídica, también psicológica y ética de cómo concebir la subjetividad infantil. Si hasta la aprobación de la Convención el niño era concebido como un objeto de cuidados por parte de un adulto, sin otros derechos que aquellos que debiera suministrarle un adulto o una instancia estatal superior y responsable de acuerdo a la discrecionalidad que le otorgaba su mayor “madurez”, desde la firma de la Convención el niño se transforma en sujeto de derecho, es decir en una persona con derechos a peticionar, reclamar u opinar de acuerdo a su desarrollo, pero desde el punto de vista jurídico en las mismas condiciones que un adulto. Por eso es que el derecho del niño a ser oído deviene un problema central a comprender del nuevo paradigma y que tendrá en la instrumentación de la figura del abogado del niño una forma concreta para hacerlo viable. Es desde esta perspectiva general que ubicamos las cuestiones que se tratarán en este artículo. Es que el derecho del niño a ser oído no implica solamente la institución puramente legal de un cambio de paradigma (entendiendo paradigma en el sentido que Thomas Khun ha definido provisoriamente como: “modelo o patrón aceptado” para entender un campo científico o enigmático[2].) sino también el reconocimiento de una necesidad fundamental para nuestro desarrollo en tanto humanos. Ser oído (o ser escuchado; luego veremos la diferencia) es vital para la constitución, desarrollo y expansión de la subjetividad humana.
En segundo lugar, nos interesa enfatizar, aunque esto puede parecer una afirmación obvia, que el tema a tratar es un problema. Obviedad que, sin embargo, será central para todo lo que pretendemos trasmitir. En efecto, remarcamos que se trata de un problema porque la cuestión no tiene ninguna respuesta única posible. No es una cuestión matemática con un resultado fijo. Sino justamente lo contrario, una cuestión humana que abarca toda la complejidad que lo humano implica y que, en ese sentido, no puede ser abordado con respuestas estandarizadas. El artículo tal, el inciso cual, el informe del perito “x”, la afirmación del trabajador social “y” nunca podrán ser tomadas aisladas. Lo que abordaremos será un problema que hay que mantener en toda su dimensión estructuralmente problemática, dilemática. Cualquier expectativa sencilla, lineal, taxativa, llevará a la decepción. Y hará olvidar que involucra una dimensión interpretativa, en ese sentido también ética y, por supuesto, inevitablemente política.
Hacemos esta segunda afirmación aparentemente obvia porque será el eje metodológico sobre el que girará nuestra exposición.
Es a partir de estas condiciones de partida que iremos orientando esta exposición.
Para ello empezaremos encarando las modificaciones jurídicas que involucran la cuestión del abogado del niño en relación con la cuestión inseparable del Derecho a ser oído, en la Argentina.
I. a. Del derecho a ser oído a la garantía y efectividad del mismo[3]. El artículo 27 de la ley 26.061.
A partir de la vigencia de la Convención, el niño es titular de una plena autonomía en función de la evolución de sus facultades (edad y desarrollo, tema que en el punto II retomaremos). Sin embargo, hasta la sanción de la ley 26061 que comentamos, la legislación de fondo de nuestro país, Argentina, es decir: el Código Civil, no preveía  los medios necesarios para llevar a la práctica tal cuestión[4]. Es entonces a partir de su promulgación que se empieza a hacer posible. Y a pesar de que, en particular, el derecho a ser oído de las niñas, niños y adolescentes ya se encuentre expresamente contemplado en el artículo 12 de la Convención, varios enunciados de la ley 26.061 lo vuelven a reiterar en por lo menos cuatro oportunidades, una de las cuales involucra el tema  del abogado del niño que nos ocupa en este artículo. Es de destacar que de este modo la ley constituye un avance respecto del estándar de la Convención  por el mayor alcance con que toma este derecho.
Recordemos el art. 12 de la Convención. Allí dice: “Los Estado Partes garantizarán al niño que esté en condiciones de formarse un juicio propio el derecho de expresar su opinión libremente en todos los asuntos que afectan al niño, teniéndose debidamente en cuenta las opiniones  del niño, en función de la edad y madurez del niño”. Agregando en su párrafo segundo que: “Con tal fin, se dará en particular al niño oportunidad de ser escuchado en todo procedimiento judicial o administrativo que afecte al niño, ya sea directamente o por medio de un representante o de un órgano apropiado, en consonancia con las normas de procedimiento de la ley nacional”.
En cambio, la ley 26.061 toma el derecho de las niñas, niños o adolescentes a ser oídos con un alcance mayor, al agregar elementos de garantía muy importantes para su efectiva  implementación, que básicamente pueden resumirse en: Derecho a ser oído –sin limitación alguna- y atendido, en cualquier forma que se manifiesten, en todos los ámbitos.
Ello aparece consagrado de manera muy clara en el artículo 2 de la ley por el cual se establece que: “Las niñas, niños o adolescentes tienen derecho a ser oídos y atendidos cualquiera sea la forma en que se manifiesten, en todos los ámbitos”, siendo  particularmente importante destacar el hecho planteado por ese mismo articulo en el sentido de que los derechos y garantías  de los sujetos de esta ley son de orden público, irrenunciables, interdependientes, indivisibles  e  intransigibles
Asimismo, el artículo 3, referido al principio del interés superior, el cual se define como “la máxima satisfacción, integral y simultánea de los derechos y garantías reconocidos en la ley”, enumera determinadas pautas a respetar para su efectivización entre las que se encuentra, “el  derecho de las niñas, niños y adolescentes a ser oídos y que su opinión sea tenida en cuenta”. De este modo, interés superior del niño y derecho a ser oído se complementan toda vez que el segundo constituye la guía o sendero para alcanzar el interés superior del niño en el caso concreto.
También, en el artículo 24 de la ley relativo al derecho a la participación, se manifiesta que: “Las niñas, niños y adolescentes tienen derecho a: a) Participar y expresar libremente su opinión en los asuntos que les conciernan y en aquellos que tengan interés; b) Que sus opiniones sean tenidas en cuenta conforme a su madurez y desarrollo”. Agregándose que “Este derecho se extiende a todos los ámbitos en que se desenvuelven las niñas, niños y adolescentes entre ellos, al ámbito estatal, familiar, comunitario, social, escolar, científico, cultural, deportivo y recreativo”.
Pero finalmente, el artículo 27, refiriéndose específicamente en lo que nos ocupa,  consagra las garantías mínimas en los procedimientos administrativos y judiciales. En sus dos primeros incisos garantiza el derecho de las niñas, niños y adolescentes a: “a ser oído ante la autoridad competente cada vez que así lo solicite la niña, niño o adolescente; y a que su opinión sea tomada primordialmente en cuenta al momento de arribar a una decisión que lo afecte”. Y en el tercero instrumenta esta garantía dando lugar  al abogado del niño: “ c) a ser asistido por un letrado preferentemente especializado en niñez y adolescencia desde el inicio del procedimiento judicial o administrativo que lo incluya. En caso de carecer de recursos económicos el Estado deberá asignarle de oficio un letrado que lo patrocine;
d) A participar activamente en todo el procedimiento;
e) A recurrir ante el superior frente a cualquier decisión que lo afecte.
¿Qué implica esto?
Primero, que  se trata de  un  derecho (y no de un deber) para el niño/a o adolescente. Insistimos, no es  una obligación para los niños, sino que proporciona un derecho, les garantiza a los niños el poder hacerlo y le impone al Estado la obligación de hacer viable  dicha posibilidad. Siendo importante aclarar que, como veremos más adelante, permitir participar a los niños, que ellos expresen sus opiniones, no significa que se promueva que los mismos actúen como si no necesitaran la orientación y ayuda de los adultos, aunque nunca en reemplazo de la opinión del niño.
Segundo. Implica el derecho a ser escuchado personalmente (no basta hacerlo a través de sus representantes u otro órgano).
Tercero. Impone el deber por parte del Estado, la sociedad y la familia, de escuchar la opinión del niño, cualquiera sea la forma en que se manifieste[5].
Cuarto. Impone también el deber de tomar en cuenta sus opiniones, de acuerdo al desarrollo y madurez del niño, cuestión relacionada con el reconocimiento del principio de capacidad progresiva (tema que abordaremos cuando nos refiramos al problema de la subjetividad).
Quinto. Escuchar a un niño no implica conceder ante caprichos. Es decir, la ley no les concede a los niños el derecho absoluto de tomar decisiones por cuenta propia en todos los casos y bajo todas las circunstancias, ni tampoco dice que a la opinión del niño se la debe aprobar automáticamente.
Sexto. En la medida que nuestra práctica se desarrolla en un campo siempre hermenéutico (es decir de interpretación) es usual que los operadores judiciales utilicen de un modo arbitrario y discrecional el concepto de interés superior del niño. En este punto la convergencia sinérgica del derecho a ser oído y la presencia del abogado del niño aumenta las posibilidades de acotar esa discrecionalidad.
Séptimo. El derecho de los niños a ser oídos y a que sus opiniones se tengan en cuenta, repercute de manera directa en las responsabilidades de los adultos, toda vez que supone el deber de ellos de crear las oportunidades para alentar a los niños a expresar sus opiniones, fundamental para el desarrollo subjetivo.
 Hasta aquí los conceptos jurídicos que legitiman la figura del abogado del niño. Pero en virtud del carácter dilemático que desde un principio atribuimos al problema nos detendremos a continuación en algunas dificultades que en el seno de una ley tan aparentemente taxativa surgen al llevarla a la práctica. Por supuesto, no podremos – por los límites inevitables de un texto en una revista – abarcar alguna imaginaria totalidad representativa de la discusión actual.
I.b. Obstáculos y resistencias a la asistencia letrada del niño
Superposición de funciones.
No son pocas las voces en Argentina que se alzan desde distintos sectores de la doctrina y la práctica para deslegitimar la función del abogado de niños sosteniendo que puede haber  superposición de roles y funciones entre, por un lado, el abogado patrocinante del niño/a o adolescente, por otro, el Defensor (Asesor de Menores) del artículo 59 del Código Civil[6], y por último, la representación necesaria por los padres del niño/niña. Todo esto producto de las rémoras que ha dejado el Patronato Tutelar, vigente en la mayoría de las legislaciones iberoamericanas de principio de siglo, consecuencia de las cuales se crea la figura de la representación promiscua del Ministerio Público, con un rol ambiguo de defensa de los niños,  pero fundamentalmente del sistema.
En cuanto a la posibilidad de superposición de roles entre el abogado patrocinante del niño y el defensor o asesor de menores previsto en el artículo 59 del Código Civil Argentino al que ya nos referimos, la reglamentación viene a despejar toda duda al respecto al expresar en el anexo I del decreto N° 415/06 con relación al art. 27 que: “El derecho a la asistencia letrada previsto en el inciso c) incluye el de designar un abogado que represente los intereses personales e individuales de la niña, niño o adolescente en el proceso administrativo o judicial, todo ello sin perjuicio de la representación promiscua que ejerce el Ministerio Pupilar”.
Es decir, a partir de los distintos roles y funciones que cumplen el abogado patrocinante del niño/a o adolescente y el Defensor o Asesor de menores, de la reglamentación surge que sus intervenciones no resultan incompatibles.
Las funciones del defensor público de menores –por lo menos las desarrolladas hasta la actualidad- no coinciden y por tanto no deben confundirse con las funciones ejercidas en el marco del proceso por la asistencia técnica propia del abogado, a quien se le asigna la defensa de los intereses particulares en un conflicto, ya que este último defiende el interés  particular de la persona que patrocina, es decir, representa el punto de vista exclusivo de su patrocinado (en este caso, el niño), a diferencia del asesor de menores cuya función consiste en defender aquellos intereses  que él considera más convenientes para el niño y la sociedad.
Insistimos. El abogado del niño defiende el interés personal y particular del niño que patrocina, representa sus puntos de vistas ante el juez, presta su conocimiento técnico para que se dicte una decisión favorable a su patrocinado[7].
En cambio, doctrinariamente, se ha establecido que de acuerdo a la regulación constitucional del Ministerio Público (recuerde el lector que en este caso al hablar de Ministerio Público estamos hablando de los asesores de menores) en la promoción de la actuación de la justicia en defensa de la legalidad y de los intereses generales de la sociedad[8] el criterio de actuación de dicho Ministerio Público consiste en pronunciarse conforme a derecho, no debiendo necesariamente plegarse a la posición más favorable a los intereses del niño[9].
La distinción en la que insistimos se hace más clara si tenemos presente que tanto la doctrina como la jurisprudencia estableció que el Ministerio Público de Menores – aunque se refiere al interés particular de los individuos- comprende en definitiva la suma de los intereses de la colectividad[10], siendo innecesaria la intervención de dos asesores de menores cuando median intereses contrapuestos de dos menores de edad[11], sosteniéndose que en tal supuesto, el funcionario interviniente velará por ambos, apoyando a aquel cuyos intereses tenga amparo legal[12].
I.c. El problema de la edad
Tal como venimos desarrollando, si escuchar a los niños es un tema difícil de incorporar a nuestros hábitos de pensamiento, qué decir acerca de la edad en que pueden presentarse por sí mismos.
Resaltemos que en el artículo 27 antes mencionado no se estipula ninguna edad precisa. A partir de este dato corresponde entonces interpretar que el ejercicio del derecho a la participación del niño en el proceso, no debe atarse a una edad fija predeterminada, debiéndose presumir que, desde que el niño lo solicita, para lo cual obviamente debe ser informado, tiene capacidad para ejercer directa y personalmente tal derecho y por tanto debe reconocérsele legitimación procesal[13]. (Por el momento dejamos pendiente el problema que luego retomaremos de los niños que aún no tienen edad para hacer una solicitud por su propia iniciativa)  Así algunos tribunales han admitido este criterio, considerando parte a los niños que se presentan y otros (por ahora una lamentable mayoría), han escrito largas disquisiciones acerca de la incapacidad de los niños volviendo a poner en la eufemística protección del bienestar de los niños  todas las dificultades que los adultos tenemos para cambiar prácticas y dar lugar a la palabra de los mismos.
Este tema de incipiente desarrollo se va a dilucidar a medida que la jurisprudencia y la doctrina vayan dando su aporte sobre todo a medida que más situaciones  planteadas desde esta nueva concepción den lugar a más y mejores fundamentos. Pero también en la medida que la sociedad misma sea capaz de hacer propios estos nuevos modos de pensar. Insistimos, no se trata de un problema estrictamente jurídico sino de concepciones reinantes entre los ciudadanos.
Aunque luego lo encararemos con más detalle sólo anticipemos que en aquellos niños que estarían desde el punto de vista de su madurez y desarrollo incapacitados para formular explícitamente sus deseos, habrá momentos en que un adulto deberá hacerse vocero de ese reclamo y el abogado tomarlo como del niño, pero nunca como el del vocero.
I.e. ¿Cómo se enteran los niños que tienen este derecho?
Se ha destacado la importancia del compromiso que deben asumir todos los operadores sociales y jurídicos a los fines de que la posibilidad de ejercicio de este derecho llegue a conocimiento de los principales interesados (por ejemplo, mediante una buena campaña de difusión en el ámbito escolar, difusión en medios masivos de comunicación a los que acceden los chicos, etc)
También se ha destacado como importante el diseño y la implementación de propuestas de capacitación a profesionales que  se dediquen a representar jurídicamente los intereses de los  niños en los procesos. Y por último, son las políticas públicas las que deben prever un fácil acceso (desde el aspecto territorial –cercanía- como institucional –sin trabas burocráticas-)[14].
I.f. A modo de primer resumen.
Hemos intentado trasmitir cómo la ley 26.061 introduce instrumentos de fundamental importancia para traducir en la práctica la noción del niño como sujeto de derechos. Esto a través de una visión amplia del derecho a ser oído, a que sus opiniones sean tomadas en cuenta, al derecho a la defensa en sus dos aspectos, material y técnico, y al reconocimiento de un ejercicio de ellos “en primera persona”, en tanto herramientas concretas para llevar a la práctica, la participación personal, directa y autónoma[15] del niño, niña o adolescente en los ámbitos donde se toman decisiones que afectan sus derechos e intereses.
En tal sentido, podemos concluir esta primera parte resaltando que la ley 26.061 reafirma que el niño, niña o adolescente es una persona en el sentido genuino de la palabra, permitiendo superar la idea del niño como un “incapaz” que no sabe o que no puede. Ese niño al que su en comentario sobre la mujer también hacía referencia Le Bon en la cita a la que hicimos alusión. Esto se logra habilitando espacios y medios como  protagonista de su propia vida y no como un mero espectador que se beneficiaría, en el mejor de los casos, con las decisiones “acertadas” que podrían tomar los adultos. Es la dimensión subjetiva de esta cuestión la que desarrollaremos a continuación.
II. La cuestión de la subjetividad.
Hechas estas precisiones jurídicas nos interesa enfatizar las dimensiones psicológicas  del problema, sobre todo porque, como hemos dicho desde el principio, ser oído es vital para la constitución, desarrollo y expansión de la subjetividad humana.
En efecto, para demostrarlo bastaría confrontar al lector con su propia experiencia personal: ¿qué siente cualquier persona cuando su esposa o su esposo, su novia o novio no escuchan lo que dice?, bastaría que piense en sus sensaciones cuando algún otro, un ser querido o una persona estimada o respetada, una persona en quien el lector  deposita su confianza no lo escucha?  Usualmente somos invadidos por una enorme diversidad de sensaciones emocionales. Desasosiego, impotencia, angustia, bronca, desesperanza. Seguramente alguna de estas sensaciones cuando no todas al mismo tiempo. Es que ser escuchado resulta esencial para cualquier ser humano, no sólo porque si se lo escucha habrá (tal vez sí tal vez no) posibilidades de que lo que le preocupa se resuelva, sino porque cuando se lo escucha, se lo está reconociendo como otro humano. El que escucha le devuelve al otro en su acto de escuchar un estatuto humano que de no hacerlo le quita. La jerga popular en la argentina lo dice de un modo contundente: “vos no existís”. Es uno de los mayores ataques que se le puede hacer a otro. Se le niega existencia. No escuchar implica ese acto destructivo de la subjetividad del otro que se realiza al declararlo inexistente. Por eso resulta tan importante para la consistencia de un sistema social que sus ciudadanos se sientan escuchados en sus reclamos básicos y se sientan partícipes de las decisiones que se toman. Si Cuba ha podido soportar en las tan difíciles condiciones que le ha tocado vivir un ataque tan permanente y desigual en fuerzas y recursos, es probable que haya sido por, aún con todas las limitaciones que seguramente se podrán enumerar, la capacidad de respetar al otro como semejante, la capacidad de escuchar los reclamos humanos de un modo que en el mundo capitalista, invadido por la prevalente lógica del lucro, resulta inaudito.
Tratemos  ahora de trasladarnos a otra situación más estrictamente involucrada con lo que nos ocupa. Por ejemplo, intentemos imaginar qué puede sentir un niño atrapado en la querella matrimonial de sus padres que no atienden a sus intereses y emociones y sólo se preocupan por lo que obtengan en la lucha con su ex. O, en otra perspectiva, el niño víctima de abuso o maltrato que, o no es escuchado o, sólo lo es a través de una serie de pericias que suelen correr el riesgo de revictimazarlo una vez tras otra. O lo que puede sentir cuando el juez que tiene que fallar sobre alguna cuestión que involucra su destino más o menos próximo no atiende sus razones. Cuanto más pequeño el niño, la acción será potencialmente más destructiva para su subjetividad en formación, aunque el niño pueda no tener conciencia de ello todavía.
Esto no es casual, responde a las características de la construcción de la mente humana.
Así es, el ser humano, esa especie animal tan particular que somos, nos caracterizamos por un hecho que nos hace por completo diferentes a las demás especies: mientras las otras vienen instintivamente (biológicamente) provistas básicamente de la información necesaria para acceder a la supervivencia y a la procreación, nuestra biología por cierto más sofisticada, sin embargo, carece de ese recurso. Un bebé se desarrolla en una relación profunda con otros significativos (madres, padres o quienes estas funciones cumplan) con quienes van construyendo su espacio mental. Sin ellos sucumbe tanto psíquicamente como, a veces, incluso físicamente. Un psicoanalista llamado Spitz lo estudió con chicos tempranamente hospitalizados[16]. Su destino oscila entre el marasmo (digamos así, un absoluto derrumbe psíquico) y la muerte física. En ese sentido, la biología humana tan sofisticada como para permitirnos creaciones tan bellas como aterradoras que nos hace únicos, sin embargo sólo se sostiene en relación a otros humanos. Desde esa perspectiva, nuestra posibilidad biológica será, en definitiva, siempre social. Tan social que el modo de castigar con la muerte civil en antiguas culturas perduró a través de una institución conocida como el ostracismo. Recordémoslo, el ostracismo significaba que un miembro de la comunidad era castigado a la peor “muerte”: no ser reconocido como miembro de su comunidad. Esto a través de su expulsión real o simbólica. Por ejemplo, dejarlo vagando solo y con la única ayuda de algún alimento diario, por los bosques aledaños al poblado o incluso permitiendo que permaneciese en él pero sin que nadie reconociese su existencia. Sin que nadie le hablase, le contestase, siquiera lo viese. Se le podía dejar una vasija con algún alimento en algún lugar preestablecido del poblado pero permaneciendo por completo ignorado. Se transformaba en un ser invisible. Probablemente muriese, no por hambre, sino melancolizado como un ente ignorado. Que nuestras posibilidades biológicas se reordenan y organizan desde nuestros más tempranos vínculos con los otros, que seamos un ser estructuralmente social (recordemos la tesis VI de Marx sobre Feuerbach: “la esencia humana […] es, en realidad, el conjunto de las relaciones sociales”), pone a la necesidad de ser escuchado en un orden vital tan imprescindible como el de alimentarse o respirar. Para los psicoanalistas éste es un factor central para pensar la constitución de la mente humana. Freud lo ha dicho así en uno de sus primeros textos: “El organismo humano es al comienzo incapaz de llevar a cabo la acción específica (la que permite la provisión de sus necesidades básicas) Esta sobreviene mediante auxilio ajeno: por la descarga sobre el camino de la alteración interior (aclaremos, el llanto, por ejemplo), un individuo experimentado advierte el estado del niño. Esta vía de descarga cobra así la función secundaria, importante en extremo, del entendimiento (o comunicación) y el inicial desvalimiento del ser humano es la fuente primordial de todos los motivos morales”[17] Sin entrar a desmenuzar una frase llena de matices, digamos, simplificándola, que en tanto humanos somos seres desvalidos que requerimos del otro para nuestra supervivencia y también para nuestro desarrollo. Somos animales con una dependencia extrauterina muy prolongada que requerimos de otro para vivir y sobrevivir. Un otro que, entre otras condiciones, pero ésta es imprescindible, escuche (polo imprescindible de la comunicación). El refrán dice: El que no llora no mama. Habría que agregar: y si la madre es sorda de entendederas es posible que tampoco. Nuestro afán comunicante se reorganiza desde la escucha de otro. No ser escuchado nos sume en una progresiva desazón que seguramente pasará por la violencia desesperada, como a diario se comprueba en tantos fenómenos sociales.
Ahora bien, hasta aquí hemos hablado del derecho a ser oído, sin embargo en los últimos párrafos hablamos de ser escuchado: ¿es relevante la diferencia? Si bien desde el punto de vista jurídico no lo parece, desde el punto de vista psicoanalítico y práctico tiene mucha. Si oír remite al simple ejercicio de un sentido, escuchar exige un acto de atención y de involucramiento subjetivo mucho mayor. Podemos oír el ruido de la calle mientras escribimos, pero no le damos importancia o tratamos de que no nos distraiga, sin embargo, si lo escuchamos agregamos un aspecto de atención que puede hacer que incluyamos el ruido como un aspecto de aquello que estamos escribiendo. Nuestro novio o novia oye la queja, pero no la escucha (no escucha ni a la queja ni a nosotros que la hacemos). Registra el sonido de nuestras palabras pero no escucha la densidad humana que en ellas hay. En este sentido, escuchar es una acción subjetivamente más densa que oír. La convención de derechos del niño suele hablar de escuchar, la legislación argentina suele hablar de oír. Sin embargo, aunque  los usos y costumbres no suelen hacer diferencia sobre estos términos, nos parece importante recalcar la diferencia porque tendrá consecuencias en los modos en que nos ubiquemos frente a los problemas de los niños y en particular en relación con el tema del abogado del niño. Trataremos de justificarlo enseguida.
Por el momento, retengamos lo dicho: si ser escuchado es vital para el desarrollo y la supervivencia mental humana, el modo en que escuchemos favorecerá o no ese desarrollo. No sólo se tratará de ser escuchado sino del modo de serlo. Este punto es el que justifica que el derecho a ser oído deba ser pensado desde el interior del cambio de paradigma de niño objeto a niño sujeto.
Supongamos, la siguiente situación, típica en nuestras sociedades capitalistas: un juez que debe dar un fallo sobre un niño (por ejemplo, sobre si debe vivir con su madre o con su padre, pobres y carentes de recursos ellos, o con otros que se proponen adoptantes pero que tienen muchas mejores condiciones de vida para ofrecerle) El juez puede alegar que escucha, en función del desvalimiento que un niño trae, cuáles son sus necesidades. El dirá que escucha las necesidades del niño, no al niño, sobretodo si aún es muy pequeño para hablar. La ley Agote que es la ley que en la Argentina ha encarnado el pensamiento del patronato desde su promulgación en 1919 hasta sus modificaciones actuales, justificaba este modo de escuchar aunque el derecho a ser oído no formara parte de su cuerpo legal. En tanto el juez era dueño del poder discrecional de decisión su escucha era la de un sujeto discrecional. El se arrogaba el saber lo que es bueno para un niño. A lo sumo, apelaría a otros expertos para legitimar su saber en el saber también discrecional de otro. Su escucha y su decisión se sostenían en las prerrogativas cuasi omnímodas que la ley le otorgaba. El juez alegaría que escuchaba en función del bienestar social y material del niño. El niño sería objeto de su “sabiduría”. Es preciso aclarar que aunque la ley Agote haya sido derogada, sigue vigente en muchos aspectos del Código Civil (en lo que atañe a la cuestión del derecho a ser oído, sobre todo en los 264 ter y 321 inciso b, relacionados  con adopción y patria potestad ) y sobre todo en la mentalidad de quienes tenemos a nuestro cargo el tratar de dirimir estas cuestiones con niños.
Dicho esto: nos preguntamos ¿hay acaso una sola manera de escuchar? Para tratar de respondernos, volvamos a las tres modalidades jurídicas que hemos indicado: La ley Agote con sus correspondencias en el Código Civil, la Convención Internacional de Derechos del Niño y la Ley nacional 26.061. En las tres se habla de escuchar u oír, pero en cada una  supone maneras diferentes de hacerlo. En el Código Civil se escuchará al niño (tal como lo acabamos de explicar) si el juez lo dispone. El juez es dueño de la decisión. Su omnímodo poder dispondrá discrecionalmente sobre el derecho del niño. Incluso si lo escucha lo podrá hacer desde el poder otorgado. Esta es una escucha que llamaremos de amo, escucha patriarcal y totalitaria que se sostiene en el poder de quien escucha y no en el derecho de quien habla.
La ley nacional, por razones que no consideraremos, pone el derecho del niño a ser escuchado en relación con el pedido expreso del niño para serlo. Esto al menos en el artículo 27. (La apelación a otros artículos puede atenuar este efecto de escritura). Allí dice, lo repetimos: “a) A ser oído ante la autoridad competente cada vez que así lo solicite la niña, niño o adolescente” (El subrayado es nuestro). Si el derecho depende de su solicitud queda en el niño reclamar su derecho. Pero en ese caso, ¿cuántos niños no serán escuchados simplemente por razones que muchas veces tendrán que ver con el temor que les genera su propio desvalimiento, porque su propia dependencia de aquellos con quienes tienen el conflicto los inhibirá para atreverse a demandar ante la autoridad competente ser oídos? En este caso, la escucha devendrá caritativa. Te escucho porque me lo pides, no porque piense que es mi deber escucharte.
La Convención, en cambio, es taxativa, no deja lugar a interpretaciones que exigen apelar a otros artículos para legitimar el derecho como la ley 26.061. En la Convención, incuestionablemente, el niño debe ser escuchado, aunque como hemos explicado antes carece de los instrumentos para garantizarlo. En todo caso el niño podrá demandar no serlo. Él podrá decir: “gracias señor juez, pero no quiero que me escuche. Mi derecho en tanto niño a ser escuchado se sostiene en la posibilidad de que yo pueda no querer hablar”. El niño como sujeto de derecho tiene la prerrogativa de no desear utilizar el derecho que la ley le otorga. Del mismo modo que tiene que ser informado, porque la escucha exige de información para materializarse con mayor densidad. Es un camino de doble vía. La escucha no es una acción puramente pasiva y receptora. Escuchar impone también informar al niño de aquello que lo involucra.
Esta tercera manera de escucha es en la que en nuestra opinión se sostiene la posibilidad práctica de desplegar una defensa consecuente y sólida de los derechos de un niño. Y es por ello que desde un principio entendemos que el derecho a ser oído (escuchado) es inseparable del conjunto del plexo legal y necesariamente ético que la Convención y la ley nacional 26.061 imponen. Es allí donde el derecho de cualquier sujeto a su abogado se impone como exigencia lógica y práctica. Trataremos de llegar a ello.
Ahora bien, que las remarquemos como modos de escucha distintos no quiere decir que estas formas de escucha estén indisolublemente soldadas a una forma determinada de cuerpo legal. En tanto la Convención y sus prácticas distan de haberse encarnado en la subjetividad de quienes tenemos la tarea de garantizarla, muchas veces somos nosotros mismos, defensores de la Convención quienes adoptamos actitudes próximas a la escucha del amo o a la escucha caritativa, al igual que muchos de los que sólo son capaces de escuchar desde su poder discrecional, invocan la Convención en cuanta oportunidad tienen. Estos diversos modos de escucha pueden adueñarse de nosotros cualquiera sea la actitud ideológica que sobre la nueva legislación tengamos. Por eso es que es tan importante estar atento a los matices. Por ejemplo, puede ocurrir que un juez defensor de la ley Agote y aún nostálgico de sus épocas de esplendor, a pesar de basar su escucha en el poder discrecional, sin embargo, escuche profundamente a un niño. En todo caso, allí habrá una contradicción entre la ley que él añora y las prácticas reales de su escucha. Tal vez, jamás se haya puesto a pensar en las consecuencias y en las bases de la ley Agote y sólo lo mueva la profunda preocupación humanista (en el mejor sentido del término) por el interés del niño. Del mismo modo, podrá ocurrir que un juez consustanciado con la nueva legislación, sin embargo, se identifique con algunas de las partes del conflicto y escuche al niño sesgado por esa identificación. Luego le bastará encontrarse con el niño en una sala, decir que lo escuchó, y hacer salir el conejo que previamente había puesto en la galera. Lo mismo puede pasar con los psicólogos que en la Argentina suelen ser psicoanalistas (en definitiva, especializados en la escucha). A veces, cuando son consultados como peritos de parte, contestan desde la parte y no desde su lugar de peritos. Entonces buscan escuchar que el niño dice lo que ellos (identificados con la parte) quieren que diga.
Planteamos estos matices (y llevaría mucho más que lo que exige la extensión de este texto detenerse en la infinidad de situaciones tan diversas) porque nos interesa trasmitir aquello que desde el comienzo orienta esta exposición: la dimensión dilemática del tema.
Ahora bien, ¿cómo nos acerca toda esta exposición al tema del abogado del niño que nos ocupa?, podrá preguntarse el lector. Es una pregunta legítima. Apelamos a su paciencia, para hacerlo con rigor debemos abrir un último camino lateral pero imprescindible para nuestra marcha.
En efecto, tanto la ley Agote, como la Convención, como la ley 26.061 hacen en relación con el tema de ser oído una cuestión que exige que nos detengamos. En efecto, por el carácter de indefensión relativo que un niño porta, en todos los casos se hace referencia al desarrollo y la madurez del niño. El derecho a ser oído se correlaciona con su desarrollo y madurez. A primera vista parece sencillo: qué puede decir un bebito más que sus laleos guturales y sus movimientos de manitos. Sería difícil registrar en el sumario: “Francisquito dijo: La, la, ugh, mm, mm”. Peor aún: “Al estar Francisquito frente a su señoría simplemente se orinó en los pañales”. Puede resultar simpático pero poco orientador. Esto podría llevar a decir que el derecho a ser oído sólo está vigente para quien esté en condiciones de expresarse con una lógica relativamente conceptual. Con lo cual la línea de los menores e incapaces (o de los menores como incapaces) simplemente se habría adelantado unos cuantos años, nada más que eso. Sin embargo, la Convención va mucho más lejos (eso es en lo que se insiste cuando se habla de cambio de paradigma): declara al niño (todo niño, no importa la edad o la capacidad) sujeto de derecho. Si el ser oído es uno de esos derechos (insistimos, los de cualquier niño, no importa la edad) habrá  que buscar la manera de que ese niño sea escuchado aunque sólo balbucee sonidos inarticulados.
En este punto uno podría pretender hacer una aproximación idealizadamente psicoanalítica a la cuestión y creer que con eso resuelve la cuestión práctica. Podría decir que un niño, aún muy pequeño, siempre trata de hacerse entender, porque el ser humano vive en un mundo de comunicación y lenguaje (incluso lenguaje preverbal). Aquella expresión popular: “el que no llora no mama”, alude a cómo ese llanto es un modo del niño de convocar a la madre como fuente de alimentación y protección. La madre debe aprender a escuchar a su hijo, debe deslindar llantos. Así aprenderá a no ponerle la teta en la boca cuando el niño está irritado por sus pañales húmedos, ni a cambiarle una y otra vez los pañales mientras el niño se muere de hambre. Estas son cuestiones que las madres van aprendiendo en el curso de su propia experiencia que además siempre tendrán como referencia inconsciente su propia experiencia como niñas. Esa referencia psicoanalítica es hoy por hoy una obviedad incorporada a la puericultura más elemental. Porque los niños manifiestan de más de una manera lo que “quieren decir” (las comillas son porque evidentemente no se puede pensar ese “querer decir” como si fuera un acto consciente y razonado). Gestos, movimientos, posiciones en una entrevista, dibujos, son indicios de eso que el niño comunica aunque no se lo proponga. Son indicios de su necesidad humana de que se lo escuche. Ahora bien, esta referencia al psicoanálisis, aunque válida para justificar porqué cualquier niño debe ser escuchado, no deja de abrir otros problemas. ¿Entonces los jueces de niños deberán devenir psicoanalistas y cambiar su mayor ceremoniosidad por cajas de juegos, papeles y crayones? ¿Los jueces deberán devenir psicoanalistas? ¿Los psicoanalistas deberán siempre estar al lado del juez para ayudarlo a escuchar aquellas cosas para las que no está entrenado? ¿El ámbito de la justicia deberá devenir un ámbito psi.? Para el psicoanalista que entre nosotros escribe este artículo cualquier respuesta afirmativa a estas preguntas resulta un definitivo absurdo. No se trata de cambiar el juez discrecional de la ley Agote, por el psicólogo discrecional de una legislación moderna. Justamente se trata de lo contrario. Y aquí empezará a encontrar su lógica de ser el abogado del niño.
En efecto, si oír no es escuchar, y escuchar implica un espacio de compromiso y comprensión del otro y con el otro, escuchar será básicamente crear un lugar. Es decir, instaurar en la mente de los actores que participan en los procesos que involucran a la infancia, la idea de que escuchar es una necesidad, una obligación y además la asunción de un problema de consecuencias humanas por lo general impredecibles. Crear un lugar no significa un lugar físico (por supuesto), sino un lugar mental que albergue lo problemático y angustiante de la situación para el niño y también para sus padres o quienes estas funciones puedan cumplir. Crear un lugar significa que el juez debe hacerse cargo de que debe escuchar, que debe darle un lugar al niño para que exprese o se exprese, de modo tal que el niño mismo pueda decir que él no acepta ese lugar si no lo desea. Crear el lugar y no dejarlo supeditado al pedido expreso del niño, implica darle contención a vivencias que el niño pueda tener pero que por la propia dependencia estructural que todo niño tiene con sus padres (se entiende que usamos padres en un sentido genérico para no extendernos en las diversas formas que esas funciones adoptan) nunca tomaría la iniciativa de plantear. Decir que es un lugar implica poner la función de la escucha no del lado de un sujeto individual superior dotado de particulares dotes, sino del de una tarea en equipo donde las informaciones de cada cual nunca podrán ser rotundas, sino indicios a poner en relación. En este sentido, el informe psicológico, el informe asistencial, las palabras de los padres y de quienes participen en el conflicto que se busca resolver, las del propio niño, las del asesor de menores, los argumentos de los abogados, serán sólo indicios a poner en relación unos con otros. Jamás factores autónomos. Ni siquiera la palabra del niño, aunque es indudable que debe tener una relevancia esencial puede ser tomada por fuera del contexto.
Planteada la cuestión con este nivel de complejidad. ¿Por qué el abogado sería una necesidad lógica y práctica? En primer lugar porque alguien debe estar allí para defender al niño sin ningún involucramiento ni con las partes en conflicto, ni con el Estado. El niño debe sentir que alguien está para habilitar su palabra. Que tenga abogado instituye al sujeto de derecho con todos los derechos que un sujeto tiene, entre ellos, el de tener un abogado que lo represente. Quitarle ese derecho es quitarle un derecho que le corresponde a cualquier sujeto. De hacerlo así terminaríamos teniendo que afirmar que el derecho de los niños es un derecho igual pero … con menos derechos. El abogado corresponde por lógica jurídica (es el que puede tratar de garantizar que ese lugar al que antes hicimos referencia sea garantizado), por lógica subjetiva (le da consistencia de otro humano pleno a ese niño en una situación de conflicto) y además facilita en lo práctico que muchas situaciones que a veces por la propia lógica querellante del mundo legal puedan entrar en laberintos sin salida, encuentren en la palabra del niño patrocinado una solución.
Consideraciones finales
Es indudable que las cuestiones que aquí consideramos se basan en la experiencia en nuestro país donde la situación de la infancia se recuerda principalmente en los discursos de las campañas electorales. Nosotros pensamos estos problemas en el interior de una sociedad donde miles de niños mueren literalmente de hambre, miles carecen de toda posibilidad de acceso a la educación o a la salud, donde muchos de esos miles pasan sus días destruyendo sus mentes tomando drogas cada vez más nocivas, donde la violencia se enseñorea entre nuestros jóvenes a edades cada vez más tempranas, donde el poder del dinero encierra constantemente la práctica social. En ese sentido, somos conscientes de que mucho de lo que podemos trasmitir en este artículo se haya ampliamente superado por la experiencia  concreta de la revolución cubana en relación con su infancia y por los modos en que una justicia práctica busca resolver día a día sus dificultades, sin embargo, como las relaciones de asimetría entre los niños y los adultos y las concepciones que sobre esas asimetrías se formulan tienen orígenes muy antiguos que se encuentran instalados profundamente en la subjetividad colectiva y suelen ser fuente de resistencias conservadoras incluso en el seno de los procesos de cambio, nos parece que trasmitir nuestra experiencia y nuestro modo de pensarla puede ser útil para cualquier sociedad.
Adriana Granica                 
Oscar Sotolano
[1] Stephen Jay Gould, La falsa medida del hombre, Crítica (Grijalbo-Mondadori), pág. 121, Barcelona, 1997.
[2] T.S.Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas. Breviarios. Fondo de Cultura económica. Pag. 51. México. 2001
[3] Este recorrido se hará tomando en cuenta los aportes de Marisol B. Burgués, “El derecho a la participación en la construcción jurídica de la infancia. El derecho a ser oído y a la defensa en la ley 26.061”Lexis-Nexis.
[4] Para el nuestro vetusto Código Civil, la mayoría de edad, y con ella la plena capacidad civil, se adquiere a los 21 años (Art. 126, C. Civ.). Así, las personas menores de edad son incapaces de hecho absolutos si no alcanzaron los 14 años de edad (menores impúberes, en la terminología del art. 54, C. Civ.) e incapaces de hecho relativos si traspasaron ese límite etario (menores adultos, según art. 55, C.Civ.). Consecuentemente, se instaura un sistema-acorde con el régimen precedentemente enunciado- con el fin de suplir la incapacidad de los “menores” y posibilitar que los mismos puedan desenvolverse en su vida de relación, tanto en la esfera personal como patrimonial, proponiendo para ello la figura de la representación legal (arts. 56 y 57, inc. 2°, C. Civ.) por parte de sus padres, a través del instituto de la patria potestad (art. 264, C. Civ.) o, en su defecto, por un tercero, a través de la tutela (art. 377, C.Civ.). Mecanismo que se completa con la representación promiscua en cabeza del Ministerio de Menores (art. 59, C. Civ. y art. 54, ley 24.946). Los aspectos más controvertidos en la regulación de este mecanismo de representación se encuentran en el carácter universal y en su origen legal, en tanto se produce una sustitución –desplazamiento de la voluntad de la persona menor de edad en la toma de decisiones respecto de conductas autoreferentes hacia terceros (padres, tutores, encargados), impidiéndosele ejercer por sí sus derechos.
[5] En tal sentido no resulta cierto que la palabra escrita u oral constituya el único modo de comunicación entre las personas, no pudiendo dejar de reconocer que existe una capacidad de expresión que no tiene relación con los límites de la edad (Ver parte II).
[6]“A más de los representantes necesarios, los incapaces son promiscuamente representados por el ministerio de menores, que será parte legítima y esencial en todo asunto judicial o extrajudicial, de jurisdicción voluntaria o contenciosa, en que los incapaces demanden o sean demandados, o que se trate de las personas o bienes de ellos, so pena de nulidad de todo acto y de todo juicio de que hubiere lugar sin su participación” (Art. 59).
[7] Garrido de Paula, Paulo Alfonso, “El Ministerio Público y los derechos del niño y del adolescente en el Brasil”, Revista Justicia y Derechos del Niño N°2, UNICEF, Buenos Aires, 2000.
[8]  Art. 120 CN.
[9] Llambías, Jorge J., Tratado de Derecho civil. Parte General, 3° ed., Abeledo-Perrot, 1967, T. I, p. 157; Justo, Alberto M., Intervención judicial y extrajudicial de los asesores de menores, en L.L. 96-860; Fassi, Santiago C., Código procesal Civil y Comercial de la Nación, 2° ed., Astrea, Buenos Aires, 1980, t. I., N° 321 cit por D’Antonio, Daniel H. En Actividad jurídica de los menores de edad, tercera edición actualizada, ed. Rubinzal-Culzoni, 2004,  pág. 48.
[10]  SCJBA, 93-605; CNCiv., Sala D, L.L. 66-643 cit. por D’ Antonio, Daniel H., en Op..cit., p. 48.
[11] Fassi, Santiago C., Código procesal Civil y Comercial de la Nación, 2° Ed., Astrea, Buenos Aires, 1980, t. I., p. 149, N° 321 cit por D’ Antonio Daniel H., en Op. cit., p. 48.
[12] Fassi, Santiago C., Código procesal Civil y Comercial de la Nación, 2° ed., Astrea, Buenos Aires, 1980, t. I., cit por D’ Antonio Daniel H., en Op. cit., p. 48.  Asimismo, desde la doctrina se ha expresado que el Defensor de Menores, en tanto ejerce una representación promiscua, representa los “intereses” del menor pero, a la vez, cumple con la función tutelar propia del Patronato del estado. De ahí que sus intervenciones se identifican con las del juez, en el sentido de contribuir a la “tutela” del menor. Son los del Estado en su función tutelar y no los intereses del niño o joven tutelado en cuanto titular de derechos y garantías.  Cf.  Beloff, Mary y Mestres, Jose Luis…Op. cit.
[13] Interpretación que cabe extender al ejercicio de todos aquellos derechos personalísimos.
[14] MINYERSKY, Nelly y Herrera, Marisa,  “Autonomía, capacidad y participación a la luz de la ley 26.061”, García Méndez, Emilio –compilador-, Protección integral de Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes. Análisis de la ley 26.061, Fundación Sur y Editores del Puerto, Buenos Aires, 2006
[15] La participación autónoma es aquella en la que los niños, niñas y adolescentes son informados y consultados, pueden proveer información ellos mismos, adquirir compromisos y tomar decisiones. Lo cual no implica que ellos estén solos, pueden buscar apoyo y acompañamiento de los adultos cuando lo requieren, sin que ello implique el desconocimiento de la capacidad que tienen de pensar por sí mismos.
[16] R. Spitz, El primer año de vida del niño. Ed. Aguilar. Madrid. 2003
[17] S. Freud,  “Proyecto de psicología para neurólogos”, O.C., T.1, pág. 362, Amorrortu editores, Bs.As., 1986.