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Ponencia. Beatriz Janin


Congreso Salud Mental 2013
MESA REDONDA: " CUANDO LA COMPLEJIDAD DE LA CLINICA DESBORDA LAS NOSOGRAFIAS Y LAS PRACTICAS CONVENCIONALES"
Creo que todos los niños y adolescentes desbordan las nosografías y las prácticas convencionales y que trabajar con ellos implica siempre apelar a la creatividad… 
En principio, los niños nos patean el tablero. Cada vez que intentamos organizar lo que les pasa en cuadros, rompen los cuadros. Cada vez que tratamos de ubicarlos en una estructura, muestran una faceta que desestructura todo y nos desestructura. Para peor, consultan por uno y vienen varios, y suelen presentar dificultades que involucran cuestiones tan básicas como hablar, caminar, controlar esfínteres... Los adolescentes son impredictibles y pueden desordenar cualquier intento de encasillarlos. Sesión a sesión van mostrando diferentes facetas.
Si niños y adolescentes desbordan todas las nosografías es porque a la complejidad de la vida psíquica, que se resiste a ser ubicada linealmente como “tal cuadro” se suma que son momentos de estructuraciones y re-estructuraciones, que el psiquismo se va constituyendo y que es imposible (o muy dañino cuando se hace) frenar el movimiento.
Un ejemplo: un niño de dos años y dos meses, a quien han diagnosticado como “Trastorno generalizado del desarrollo”. La descripción de los padres es: “No habla, no mira a los ojos, no juega”. Pero en el consultorio intenta deambular mientras que los padres lo atiborran de palabras (no totalmente dirigidas a él), le ofrecen todo lo que encuentran superponiéndose uno al otro, y a la vez lo tratan como a un “nene especial”. A través de señalamientos a los padres esto se va modificando y el niño comienza a moverse autónomamente. En la segunda entrevista, se tapa y destapa los ojos. Significo este movimiento como el juego de estar-no estar y le voy diciendo: “¿Dónde está el nene? ¡Acá está!” Al rato me mira y me sonríe. Después de un tiempo, comienzo a taparme yo los ojos, invirtiendo la escena. Me mira y se ríe, siguiéndome el juego. A la semana siguiente los padres me comentan: “Ahora mira a los ojos”. Cuando les digo que el niño hizo un juego, tapándose los ojos, me dicen que lo hacía desde mucho tiempo atrás, pero que había sido considerado un acto automático. Es decir, en lugar de significar como juego, dando lugar al armado lúdico, se ubica el gesto del niño como un automatismo, siguiendo la línea de la patología. Al poco tiempo, casi casualmente, señala con el dedo. Le nombro lo que señala y se lo voy dando. A partir de allí va señalando todo lo que ve, esperando que una palabra quede “abrochada” a ese objeto. El tratamiento transcurrió con sesiones vinculares de la madre y su hijo, en las que fuimos siguiendo sus propuestas y conectándonos con lo que iba expresando. Significar lo que hacía, transformar en juego algunos movimientos, hablarle explicándole lo que ocurría, poner palabras a sus estados afectivos (del tipo: “hoy estás enojado” o “estás triste”) fueron intervenciones que fui realizando con él. Me pregunto: ¿Los que lo han rotulado de TGD tan rápidamente se detuvieron un instante para dejarlo “ser” o encontraron lo que buscaban sin mirarlo siquiera?
Cuando el padre me pregunta por qué yo no les di un diagnóstico, les explico que tendría que haber ido variando de diagnóstico cada dos semanas. Y que si lo hubiese dado, quizás todo este movimiento no se hubiera producido, hubiese quedado obturado.
Porque sabemos que un “sello” no es inocuo, que un niño se constituye a partir de la imagen que los otros le devuelven, que tenemos que ser muy cuidadosos para no fijar como estable un tipo de funcionamiento que puede ser transitorio o que podemos modificar con el trabajo analítico.
Esto nos obliga a realizar un primer movimiento que supone instaurar dudas allí donde había certezas, generar preguntas y posibilitar de ese modo una transformación en la representación que los padres y el niño mismo tienen.
Muchas consultas son por dificultades que manifiestan efectos de movimientos defensivos, deseos contradictorios, identificaciones, prohibiciones, externos-internos al aparato psíquico del niño. Es decir, incluyen en su producción no sólo determinaciones intrapsíquicas sino también intersubjetivas, a diferencia de los síntomas neuróticos, que están determinados por la vuelta de lo reprimido en conflicto con la represión.
Esto nos hace replantear la clínica: construir una historia, posibilitar mediatizaciones, facilitar armado fantasmático… parecen ser tareas ineludibles en la clínica con niños hoy.
Si podemos hacer que allí donde había un acto impulsivo empiece a haber juego, estamos ayudando a armar pensamiento pre-conciente en lugar de la pura descarga, dando caminos alternativos al devenir pulsional.
Un niño de cuatro años, diagnosticado por otro profesional como Trastorno oposicionista-desafiante llega furioso al consultorio. Dice “me quiero ir de acá”. Le digo que no se puede ir ahora, que él solo no puede salir a la calle pero que me cuente de dónde más se quiere ir. Me contesta: “de mi casa, de este país, de este planeta”. Le digo que yo también, que nos podemos ir juntos. Se sorprende y abandona la actitud hostil. Le propongo que pensemos a qué planeta y le propongo construir una nave espacial para irnos y que traiga materiales para hacerla, que yo también voy a traer. Me dice: “El problema es el motor. Se necesita a retropropulsión, y sólo podemos hacerlo de juguete”. Yo le digo que de jugando nos podemos ir a otro planeta y que eso puede ser interesante.
Otro ejemplo: Me consultan por una niña de 10 años que llora permanentemente desde hace dos meses y que se niega repentinamente a concurrir a la escuela. Alguien diagnostica: depresión. Hay que hacer algo, rápido. Surge la idea de la medicación. Pero los padres piensan que está teniendo problemas y que no puede resolverlos sola. Piden la consulta. En la primera entrevista la niña llora pero también habla mucho, diciendo que quisiera venir todos los días a las sesiones, que está desesperada y que no quiere ir a la escuela. Le propongo que venga dos veces por semana y que entre una sesión y otra escriba en un cuaderno todo lo que va sintiendo, para traerlo en la sesión siguiente. De este modo, se arma una continuidad entre las sesiones y al escribir va poniendo palabras a aquello que siente como caótico. De las ideas de muerte reiteradas va pasando a otros temas. La escritura tiene un valor particular. Implica una puesta en palabras y una traducción de sus afectos en sentimientos, a la vez que la sostiene en el “entre” sesiones y le posibilita ir historizando lo que le pasa, ubicando todos sus pesares en una nueva dimensión (compartida en tanto es escuchada por otro que no se desespera a la par de ella). Así, y después de un tiempo, cuenta sus dificultades para ubicarse en un cuerpo que está cambiando. Comienza a hablar de la angustia por sentir que se puede quedar sin su mamá… Insiste en que no quiere ir a la escuela por la relación con las compañeras, que siente que la excluyen. Y del “me quiero morir”, puede pasar a decir: “cuando sea grande todo va a ser más fácil”.
Si se la hubiese medicado, suponiendo que se trataba de una “depresión” en lugar de pensarla como alguien que lidia con las dificultades del crecimiento, únicamente se habría obturado la tristeza, pero sin resolver sus causas, por lo que finalmente sólo se habría logrado que ese afecto, efecto de pensamientos, de vivencias, de deseos, se hubiese acallado, sin elaborar los duelos ni armar proyectos.
Cuando lo que hacemos es desarmar funcionamientos enquistados, fijaciones de la pulsión a un modo de satisfacción, producir aperturas en confusiones identificatorias, posibilitar nuevas investiduras libidinales o modificar defensas tempranas, este trabajo no puede ser considerado de “menor jerarquía”.
Podemos realizar intervenciones en las que algo nuevo se construya, en tanto trabajamos con un psiquismo que, a la vez que está sujeto a la repetición de su historia, está en plena construcción y los otros inciden cotidianamente. Las intervenciones del analista, entonces, pueden tener el valor de posibilitar creación de espacios psíquicos.
Muchas veces, la meta es otorgar una representación unificada de sí, o que ésta se constituya de un modo suficientemente sólido como para que se toleren las fracturas narcisistas, o que haya mediatizaciones en el pasaje de la insistencia pulsional al acto. El analista es a veces posibilitador de la instauración de la represión primaria y de la diferenciación intersistémica, del registro y la expresión de afectos, de la ligazón como freno a la pura descarga pulsional, de la puesta en juego de filtros para el exceso pulsional (de sí mismo y de los otros).
Esto implicará tomar caminos imprevistos, que pongan en movimiento un proceso que reestructure lo coagulado.
Desde ir cambiando de a poco un juego repetitivo, seguir un ritmo y armar un diálogo con sonidos, nombrar afectos, nombrar partes del cuerpo, delimitar espacios, diferenciar el cuerpo propio del cuerpo del niño, posibilitar el despliegue lúdico... todas estas son intervenciones posibles.
Y están también los padres, con sus propias historias y temores, con sus demandas y urgencias. El trabajo psicoanalítico con ellos no podrá ser una tarea pedagógica sino que implica también un recorrido… Van a estar incluidos de entrada en el análisis del niño. Si los pensamos como sujetos marcados por deseos y prohibiciones, preocupados por los avatares de su hijo, ¿cómo intervenir? Trabajando juntos, desarmando repeticiones, podemos ayudar a que se vinculen de modos más creativos con ese niño.
También, a veces, la cura será la posibilidad de abrir espacios diferenciados, de construir un adentro-afuera, de que la excitación deje paso al deseo, de que se armen escenas. Que el niño pueda representar el mundo y que encuentre placer en ello parece ser una meta en algunos tratamientos.
Redimensionar los tiempos de la infancia, tomar en cuenta los avatares de la constitución subjetiva, rescatar los modos del decir infantil, parece ser central en estos momentos de anulación de diferencias y de homologación del niño a una máquina “productiva”. La creatividad no es sólo aquello que debemos posibilitar a nuestros pacientes sino también aquello que debemos sostener nosotros, como psicoanalistas.
Creatividad que implicará, necesariamente, conocer muy bien la teoría, bucear en nosotros mismos y facilitar la conexión con el niño, posibilitando un juego interno entre ensoñación y pensamiento secundario.
Como suele predominar el modo de representación visual y motor, nuestros movimientos, gestos y acciones generarán respuestas. Así, cuando un niño tira un auto y el adulto no se lo devuelve, mira para otro lado, no responde, es posible que lo que se registre sea un vacío allí donde él esperaba que hubiese un otro. Y si, en ese momento, está pendiente de la mirada del otro como constitutiva, la vivencia es la de haber sido eliminado, de haber dejado de ser.
Frente a esto, es muy importante implementar intervenciones que posibiliten el despliegue de la subjetividad y devolver una mirada que reinstale el tiempo de la infancia como un tiempo de transformaciones.
Lo fundamental es devolverle a las conductas su carácter de incógnita, de aquello que nos hace preguntarnos y preguntar, sin sujetarnos a pre-conceptos. Y tomar en cuenta el sufrimiento del niño, para acompañarlo en el trayecto de la cura.
Y esto en un marco de esperanza, de considerar al niño un sujeto en transformación permanente, que está creciendo, sujeto a avatares que desconoce, tanto intrapsíquicos como intersubjetivos y que expresa algo con su sufrimiento.
Lo fundamental es devolverle a las conductas su carácter de incógnita, de aquello que nos hace preguntarnos y preguntar, sin sujetarnos a pre-conceptos. Y tomar en cuenta el sufrimiento del niño, para acompañarlo en el trayecto de la cura.
Y esto en un marco de esperanza, de considerar al niño un sujeto en transformación permanente, que está creciendo, sujeto a avatares que desconoce, tanto intrapsíquicos como intersubjetivos y que expresa algo con su sufrimiento.
Trabajar con los padres, intervenir con el niño posibilitando estructuración psíquica son tareas cotidianas. Pero también trabajar con docentes y con otros profesionales.
El psicoanálisis implica transformación de las determinaciones y no simple taponamiento de los efectos. Pero también supone la preocupación por la cura del paciente, cura que no podemos confundir con los imperativos sociales de la época ni con mandatos superyoicos. Cura que implicará que cada uno encuentre su propio camino.
Siguiendo esta línea, podríamos decir que el psicoanalista, cuando trabaja con niños, pone en juego : 1) su capacidad lúdica (como despliegue de un espacio transicional), 2) su capacidad para ofrecerse al otro como un "objeto maleable" (flexible y seguro simultáneamente), 3) su conexión empática y de "reverie", 4) su capacidad de contención y sostén, 5) su posibilidad de permitir la fusión y la diferenciación, 6) su disponibilidad creativa (como capacidad para inventar diferentes recursos, lo que supone permeabilidad psíquica). Pero éstas no son cualidades mágicas ni innatas, sino efectos de la metabolización (incorporación y apropiación) de la teoría psicoanalítica por parte del analista, así como del análisis personal y de las supervisiones.
La meta es entonces abrir posibilidades creativas, de transformación permanente, meta opuesta a la constitución de un niño-robot, personalidad “como si” que se arma de a pedazos, con sostenes múltiples, suponiéndolo un conjunto de piezas que se encajan.
De la compulsión repetitiva a la creación… ese es el camino.